Juan Grabois, Abogado argentino, miembro de la coordinación
nacional de la
Confederación de Trabajadores de la Economía Popular
(CTEP).
ALAINET, Edición 505 (junio 2015), ECUADOR
Mi
generación nació con la “transición democrática” latinoamericana. Democracias
mutiladas por el Plan Cóndor y el exterminio de miles de campesinos, obreros,
estudiantes, militantes populares que enfrentaron la bestia capitalista,
anhelando la justicia social y la emancipación de sus pueblos. Democracias con
olor a derrota y privatización, entrega y saqueo, transa y corrupción.
Conocimos el fariseísmo político en su grado superlativo y a los que,
parafraseando al Che, ya no llevaban a los pobres ni a la patria en el corazón
para luchar por ellos sino en la lengua para vivir de ellos.
Mi
generación creció sumergida hasta el cuello en la obscena frivolidad de los
noventa, desfachatada y exhibicionista, que no rindió a la virtud siquiera el
vano tributo del disimulo. El fin de la historia se imponía con la soberbia
estridente del Imperio triunfante, ahogando el grito de los muchos que caían en
el desempleo y la desesperanza o, más bien, pisoteándolos. El individualismo
hedonista se instalaba como cultura hegemónica y hasta la rebeldía se
encuadraba dócilmente en las grotescas reglas del marketing. El mercado inundaba
a los pueblos con espejitos de colores y, para los más exigentes, ofrecía
experiencias artísticas, culturales, ideológicas y religiosas a la carta.
Mi
generación nació a la conciencia a medida que descendía círculo a círculo por
el infierno de la exclusión. Vio a sus papás perder el empleo y no encontrarlo
nunca más. Vio a sus mamás salir a buscar carcasas de pollo por los almacenes
para llenar la olla. Vio la peste de las drogas, la depresión y el alcoholismo
destruir familias y segar vidas hasta que se hizo parte del paisaje. Lo sufrió
en su propia carne en la villa y el barrio obrero; o la de su hermano, al que
veía revolver la basura en busca de restos de comida desde la ventana enrejada
de un hogar de clase media muerto de miedo por la “inseguridad”.
Mi
generación conoció un proletariado que ya no podía siquiera vender esa
mercancía que, decían los libros, era la única que poseía: su fuerza de
trabajo. Vio las cadenas de la explotación sustituidas por los muros de la
exclusión. Vio la sórdida tristeza del desamparo convertirse en violencia
cotidiana, sin sentido que –entre tiroteos, pasta base y gatillo fácil–
diezmaba la pibada de los barrios populares ante la mirada complacida del
poder.
Mi
generación se forjó en la lucha cotidiana por trabajo, dignidad y cambio
social, sin maestros ni manuales, entre las ollas populares de los hambreados,
los piquetes de los desocupados, los bolsones de los cartoneros, los
asentamientos de los sin techo, los acampes obreros que buscaban recuperar las
fábricas quebradas, las barricadas de los campesinos enfrentando desmontes, las
comunidades indígenas defendiendo el territorio. Vio crecer, despacito y con
paciencia, en el trabajo, la organización y la lucha, una nueva resistencia.
Mi
generación es hija de esta experiencia histórica. Conoció una faceta totalmente
distinta de la injusticia social. No conoció la rutinaria explotación de la
fábrica como símbolo de dominación. Dejó la sangre de sus jóvenes en el grito
ahogado por un puesto de laburo, un pedazo de tierra, una casa de chapa, un
bolsón de comida o un subsidio de miseria. Puso el cuerpo en las luchas de
Chiapas, Seattle, Génova, Caracas, Buenos Aires, Cochabamba, Oaxaca, pero
fundamentalmente, en la lucha por el pan de sus hermanos.
2.- La muralla de exclusión
El Papa
Francisco caracteriza al orden socioeconómico mundial como un verdadero “culto
idolátrico al Dios Dinero”. La globalización de esta nueva religión impuso a
escala planetaria su mandamiento único: “obtendrás la máxima ganancia”.
Gobiernos y poderes económicos erigieron en honor una muralla invisible que
divide la humanidad entre integrados y excluidos, los iniciados en los rituales
de producción-consumo adentro, y los que son únicamente material de descarte
afuera. De un lado y del otro existe la desigualdad, la injusticia y la
alienación pero los que están adentro gozan de cierta protección, comodidades,
seguridad y derechos; los parias, en cambio, han de perder toda esperanza y
arreglárselas como puedan. La perspectiva elemental de acceder a la tierra, el
techo y el trabajo no existe más para ellos.
Desplazados
del campo primero y expulsados de las fábricas después, los que viven del otro
lado de la muralla ya superan numéricamente a los “ciudadanos plenos” en muchos
países del mundo. Se cuentan por millones los hombres, mujeres y niños que se
ven forzados a ganarse el pan “al costado del camino”, en condiciones de
extrema precariedad, en labores insalubres, sin protección legal, sin papeles
migratorios. Las conquistas del movimiento obrero pasaron a ser patrimonio de
una fracción reducida de los trabajadores –los que quedaron adentro–. En
África, Asia y América Latina, la informalidad laboral afecta a más del 50% de
los trabajadores ocupados (Cf. OIT). Las cifras en los países centrales
aumentan vertiginosamente, con un altísimo nivel de trabajo basura, temporario,
trabajo part-time y un rampante desempleo juvenil que en España y Grecia, por
ejemplo, rozan el 50% (Cf. OCDE). Las desigualdades al interior de lo que
conocimos como “clase trabajadora” se agrandan y dividen a los que deberían
permanecer unidos: los trabajadores.
En el
mismo sentido, los asentamientos informales van convirtiéndose en el hábitat
predominante de la humanidad: son más de 200.000 en el mundo, albergan entre
1300 y 1500 millones de seres humanos y reciben al 75% de los migrantes,
refugiados o desplazados (Cf. UN-HABITAT). El contraste de este paisaje con la
suntuosidad de los núcleos urbanos enriquecidos no puede más que dar la voz de
alerta sobre la inmoralidad de este orden de cosas y del riesgo permanente para
la paz social que trae aparejada semejante inequidad. En ocasiones, las
murallas dejan de ser invisibles para transformarse en sólidas barreras físicas
como las que separan los Country Clubs de las Villa Miseria, Israel de Palestina
o México de EEUU.
Esta
“economía que mata”, lejos de poner los avances de la ciencia y la técnica al
servicio de la dignidad humana, los utiliza para agregar nuevos ladrillos a la
muralla. La robótica y la biotecnología aplicadas exclusivamente para aumentar
ganancias reduciendo costes laborales arroja a los hombres a una nueva clase
desposeída, no ya de los medios de producción sino incluso de la mera
posibilidad de poner su fuerza de trabajo a disposición del capital, pues “no
son solamente explotados sino sobrantes y desechables”, como dice Francisco.
Estos hermanos nuestros, después de excluidos, son re-utilizados como materia
prima de la “industria del descarte”4 y se les exprime hasta la última gota de
sangre en esa verdadera “picadora de carne”, esa “fábrica de esclavos” del
trabajo sin derechos. La muralla no marca los límites de la soberanía del
Capital: afuera también gobierna, tiránicamente, el Dios Dinero.
El
desacople entre variables poblacionales (crecimiento demográfico, flujos
migratorios) y socio-territoriales (distribución poblacional, posibilidades de
empleo) llegó tan lejos que sus causantes lo ven hoy como principal amenaza
para la “estabilidad” social. Es que la multitud de excluidos ejerce una
constante presión sobre el muro. Tal vez por eso hoy reverdece una amplia
variedad de teorías neo-maltusianas, algunas más sutiles, otras más explícitas,
que en última instancia pretenden responsabilizar a los pobres de su propia
situación y hasta planificar científicamente su exterminio. No es osado decir
que el hambre, el narcotráfico, la muerte de miles de migrantes, las pandemias
evitables, los “espontáneos” brotes de violencia tribal, la indiferencia frente
al sufrimiento humano más descarnado, son formas de terrorismo de Estado por
omisión, plagas que se permiten, se promueven e incluso, se planifican.
El hecho
social de que en este sistema hay personas que sobran se eleva a la categoría
de verdad natural. Sin embargo, la exclusión no es producto de la naturaleza ni
de una fatalidad histórica. No es el resultado de un exceso de población, de
limitaciones territoriales o de escasez de recursos. La muralla no se levanta
sola. Las tesis maltusianas son una vil mentira que apunta a mistificar la
muralla y justificar un verdadero plan de exterminio contra los pobres. En el
capítulo XXIII de El Capital, Marx explica en términos de ciencia económica una
obviedad desde el punto de vista del más básico humanismo moral: no existe la
superpoblación en términos absolutos, sino tan sólo en relación a las
necesidades mezquinas del capital, es siempre “relativa”. Desde el punto de
vista popular, por ejemplo, podemos denunciar una verdadera superpoblación de
plutócratas aunque sean tan sólo un puñado de familias (¡repartiendo la riqueza
de tan solo 85 familias se duplicaría la de 3.000 millones de pobres!)
Con
todo, en el pasado, los sobrantes integraban una suerte de “ejercito industrial
de reserva” que era útil porque ofrecía brazos cuando crecía la producción y
mantenía la presión sobre la oferta de trabajo inhibiendo las demandas
salariales. Hoy las cosas parecen haber cambiado. Así lo percibieron distintos
pensadores del llamado tercer mundo. José Nun, sociólogo argentino, desarrolla
el concepto de “masa marginal”. Sostiene que en una fase financiera y monopolista,
digamos Imperial, el Capital crea una categoría poblacional que no forma parte
de ninguna reserva, es población que no resulta funcional al proceso de
acumulación capitalista; por el contrario, puede convertirse en una seria
amenaza a su estabilidad, en una “clase peligrosa”, al decir del economista
británico Guy Standing. Frei Betto califica con cierta ironía a los compañeros
de este sector como “pobretariado” y lo considera el sujeto social más dinámico
de esta etapa histórica.
El
sistema se enfrenta hoy al desafío de gestionar los “residuos poblacionales”
que arroja extramuros y reforzar sus defensas, para que no intenten cruzar. Lo
hace a veces reprimiendo, a veces arrojando algo de asistencia social. En algún
punto, tanto el control policial como cierto asistencialismo “figura entre los
faux frais [gastos varios] de la producción capitalista, gastos que en su mayor
parte, no obstante, el capital se las ingenia para sacárselos de encima y
echarlos sobre los hombros de la clase obrera y de la pequeña clase media”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario