La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del
Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser
vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo
que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la
fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del
poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo,
siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o
grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la
dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus
agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder
(político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de
sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones
e intereses, concreta la limitación del poder. El
panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la
vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del
poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre
sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en
partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus
derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión.
Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del
ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del
ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites
éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El
hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una
singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es
al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por
elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y
desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al
ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo,
porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor
en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las
demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones
monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del
Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el
bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de
ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias
religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van
acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e
ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos
materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya
sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados
de los conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente
capacidad de decisión política. La exclusión económica y
social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a
los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren
estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad,
son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben sufrir injustamente
las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan
difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte».
Lo
dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras
consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar
conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi
voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas.
La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre
mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío
también que la Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos
fundamentales y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente,
aun cuando constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición
clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial
una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas
ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes
una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas
inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes
el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias
de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación
sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico
de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas
situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar
toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto
tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras
instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.
La
multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos
técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al
ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos
–metas, objetivos e indicadores estadísticos–, o creer que una única solución
teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder
de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto
perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más
allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los
gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a
vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.
Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la
pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El
desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden
ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada
familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos
los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos,
comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias,
naciones–. Esto supone y
exige el derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en algunas
partes–, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho
primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de
agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación
de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la
realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a
fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer
su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de
cualquier desarrollo social. Ese mínimo absoluto tiene en lo
material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual:
libertad del espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la
educación y los otros derechos cívicos.
Por
todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de
la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e
inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables:
vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada
y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu y
educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen
un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.