“Hay más cosas entre el cielo y la Tierra de lo que supone nuestra
vana filosofía”, afirmó Shakespeare. En la versión brasileña del barón
de Itararé: “hay muchas cosas en el aire, además de los aviones de
carrera”.
Eso es aplicable a la sexualidad
posmoderna. Aunque seamos todos, por nacimiento, del sexo masculino o
femenino (o hermafrodita), hay más géneros sexuales que la hetero y la
homosexualidad.
La homosexualidad hoy día es considerada por la mayoría de países de
Occidente y aún por la Iglesia Católica una tendencia natural del ser
humano. Fue sacada de la lista de las enfermedades mentales de la
Organización Mundial de la Salud en 1993 y en el Brasil del Consejo
Federal de Psicología. Aunque algunos evangélicos insistan en
calificarla de “diabólica” y prescriban la “sanación gay”…
Hace poco trabajé el tema con educadores de la Red Azul en São Paulo,
que congrega a una decena de escuelas. Y hubo quien enumeró más de
cincuenta géneros sexuales, además de transexuales, bisexuales, HSH,
etc.
Cuando se habla de ideología de género se da la impresión de que ese
concepto se fragua en una mente pornográfica, sin reflejar la realidad.
Ciertos padres y profesores se hacen la idea de que creen en la
heterosexualidad de sus jóvenes, dejándolos a la deriva en prácticas
sexuales encubiertas antaño por el moralismo, el tabú o el prejuicio.
La familia y la escuela suelen guardar silencio cuando se trata de
temas radicales (de raíz) de la vida, como sexo, dolor, muerte, fracaso,
ruptura conyugal, carencia, etc. Y no raramente dan educación sexual
como meras informaciones de higiene corporal para evitar enfermedades de
transmisión sexual. Pero sin abordar lo fundamental: la constitución
del amor como vínculo afectivo y efectivo.
Los nacidos en el siglo 21se inician en la vida sexual a una edad más
precoz que las generaciones del siglo 20. Y hay niñas que se acuestan
con niñas, niños con niños, sin que eso necesariamente exprese una
identidad sexual. “Quedar”, “follar”, rotación de parejas, a banalizar
el sexo, practicado como si fuera un mero deporte agradable, sin el peso
de la culpa o compromiso emocional para imponérselo como proyecto de
vida en común.
Varios factores contribuyen a esa revolución sexual: la indiferencia
religiosa o la espiritualidad desprovista de la noción de pecado; la
erotización de la cultura hedonista y consumista del neoliberalismo
(fíjese en las vallas publicitarias y en programas como Gran Hermano y
Pánico en la TV); el fin de la censura (cualquier adolescente puede ver
todo tipo de pornografía en internet) y la vieja moral burguesa que
privatiza las buenas costumbres y publicita la degradación de la mujer
(el mismo empresario que prohíbe a su hija usar ropas insinuantes
patrocina el programa o el anuncio en el que la mujer es reducida a
objeto de deleite machista).
¿Qué se puede hacer? ¿Permitir una libertad general, con todos los
peligros de enfermedades y de embarazos indeseados? ¿Rescatar el
moralismo, volver a rememorar el fuego del infierno y estimular la
homofobia y el genocidio de LBGTodos?
Hay que ir al punto medular de la cuestión: formar la subjetividad.
El joven que se droga clama: “No soporto esta realidad. ¡Quiero ser
amado!” La joven que se acuesta con diversos hombres grita: “¡Quiero ser
feliz!” Sin embargo nadie les dice que la felicidad no es el resultado
de la suma de placeres. Es un estado de espíritu del cual se disfruta
incluso en situaciones adversas. Y requiere algo que los jóvenes buscan
intensamente sin encontrar quién se lo ofrezca: espiritualidad, como
apertura a una doble relación: amorosa (una persona, una causa, un
proyecto de vida) y a la transcendencia. No confundirla con la religión.
Ésta es la institucionalización de la espiritualidad, como la familia
lo es del amor.
Pretender evitar la promiscuidad sexual de los jóvenes sin educación
de la subjetividad (y hay excelentes herramientas para ello, como
películas, novelas y poesía) es esperar que alguien sea honesto sin
estar impregnado de valores éticos.
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