Les traigo este artículo escrito por nuestro Presidente de la Asociación Latinoamericana de Abogados Laboralistas, Luis Enrique Ramírez, de Argentina.
¿Quién puede estar en contra
de tener sindicatos democráticos y dirigentes honestos y representativos?
Nadie. Pero cuando estas banderas las levanta este gobierno, es razonable dudar
de su sinceridad.
Casi dos años de
gestión, o sea el cincuenta por ciento del mandato, es tiempo más que
suficiente para conocer e interpretar el discurso y la praxis del macrismo. Son
neoliberales, pero portadores de un pragmatismo amoral infinito. El fin, o sea
mantener y acumular más poder, justifica cualquier medio. Pero, por más
pragmático que el gobierno quiera ser, es claro que siempre lo guía una lógica
neoliberal. Así por ejemplo, podemos pasar de las políticas de shock al
gradualismo sin solución de continuidad, pero el ajuste estructural no es
negociable.
En un documento anterior(1) decíamos que la incompatibilidad entre
el modelo de relaciones laborales del gobierno y el de los trabajadores, prácticamente
tornaba inevitable la confrontación y justificaba plenamente la marcha del 22
de agosto e, incluso, la amenaza de una huelga general. Claro que tal análisis
no significaba anticipar cuál será la posición de la dirigencia sindical.
Una nota característica
de un sector importante de los sindicalistas argentinos es tener internalizado
que no se puede hacer política por afuera del Estado, o sin el Estado,
seguramente como resabio de que la vinculación con él, durante el nacimiento
del sindicalismo peronista, fue eficaz en términos de adquisición de ciudadanía
política y de derechos laborales y sindicales. Pero esta subordinación de las
prácticas sindicales a las estatales, quizás justificada estando Perón en el
poder, se transforma en una relación claramente regresiva cuando hay un
gobierno neoliberal, con natural tendencia antiobrera y antisindical, y con
prácticas evidentemente condicionadas por los intereses empresarios y de los
organismos financieros internacionales. Aquel es un sector de la dirigencia
sindical que no ha tomado nota que en esta coyuntura no puede contar con el
providencialismo estatal, y que, además, ha renunciado a construir un poder
alternativo.
Bastó que Macri mostrara
un poco los dientes, supuestamente molesto por la marcha de protesta del
22/08/2017, amenazando con reflotar las resoluciones 376 y 377 del Ministerio
de Trabajo de la Alianza (Patricia Bullrich era su titular), que obligaban a
los sindicalistas a mostrar sus declaraciones juradas de bienes, a la par que
“renunciaba” a dos funcionarios “amigos” de la dirigencia sindical, para que se
iniciara un fuerte movimiento tendiente a tranquilizar al ala combativa y a
clamar por una actitud “negociadora”.
No hace falta una bola
de cristal para adivinar lo que se pondrá en esa mesa de negociaciones: la
reforma laboral y la reforma previsional, que los grupos económicos le demandan
insistentemente al gobierno. Y tampoco hay que ser adivino para anticipar el
contenido de esas reformas.
En el discurso oficial ya
están instalados los temas fundamentales
de la reforma: la mejora de la competitividad de las empresas y el incremento
de la productividad laboral. El objetivo es obtener de factor trabajo el mayor
rendimiento posible, sin aumentar el costo salarial. Por ello hay que legalizar
la polivalencia funcional, la movilidad geográfica, la flexibilidad de la
jornada laboral y la reducción de los descansos y licencias, la eliminación de
los “tiempos muertos”, la flexibilización del tiempo para gozar del descanso
semanal y las vacaciones, etc. Es decir, la vida social y familiar del
trabajador totalmente subordinada a las exigencias de la producción y del
mercado.
En cuanto a la
negociación colectiva, los ejes de la futura reforma son dos: a) transformar el
actual “garantismo legal” (la ley como piso inderogable), por el “garantismo
convencional” (el convenio puede perforar los mínimos legales); y b)
descentralizar la negociación y llevarla al nivel más bajo posible. Por otro
lado, la negociación salarial estará condicionada a incrementos de la
“productividad laboral”, bajo amenaza de no homologarse los acuerdos
sectoriales. Esto llevará al canje de derechos y conquistas por aumentos
salariales, ya que la mayoría de los convenios colectivos son por rama de
industria, involucrando a todas las empresas del sector cualquiera que sea su
tamaño, lo que torna imposible establecer mecanismos auténticos de medición y
mejora de la productividad laboral.
La intensidad de la
futura reforma laboral estará en relación directa con el poder político que
pueda acumular el gobierno en la próxima elección, más que con la capacidad de
negociación de la dirigencia sindical, ya que ella depende de la capacidad de
presión y de conflicto, que genere, de mínima, un equilibrio en la correlación
de fuerzas. Y, como se dijo, un sector de los representantes gremiales ha
renunciado a esta posibilidad.
Y retorno al interrogante
del título de esta nota. El gobierno no ataca a los dirigentes gremiales por un
imperativo ético, sino como tiro por elevación para poder avanzar contra los
derechos de los trabajadores. Así de simple.