Hace unos días recibí una comunicación de un antiguo alumno de mi curso de licenciatura en la que me solicitaba ayuda para la realización de su trabajo de fin de master, que estaría dedicado al análisis de los trabajos de las personas que padecen acondroplasia o enanismo que denigran la dignidad de quienes los realizan, así como del colectivo de personas de tal condición, “que sufre discriminación como consecuencia de los mismos”, según sus propias palabras.
Indagando un poco en la red, no me ha sido difícil encontrar un ejemplo, por lo demás bastante actual, de este tipo de prácticas denigrantes. Se trata del particular “deporte” denominado del “lanzamiento del enano”, del que adjunto al final de esta entrada una reseña a los efectos de ahorrarme su descripción, el cual es practicado en algunos países –no me consta que en España– con el consentimiento de personas pertenecientes a este colectivo, que ven en esta actividad la oportunidad de conseguir aquel empleo que la sociedad les venía negando.
En mi opinión, coincidente con la del alumno que me formuló la consulta, este tipo de prácticas atentan de manera frontal contra la dignidad, tanto de la persona que es objeto de las mismas, como de quienes comparten con ella la misma situación.
La dignidad es “el rango o la categoría que corresponde al hombre como ser dotado de inteligencia y libertad”. Su respeto “comporta”, por ello, una exigencia general de “tratamiento concorde en todo momento con la naturaleza humana” (González Pérez). Es decir, el respeto de la dignidad de la persona exige “dar a todo ser humano lo que es adecuado a su naturaleza misma de hombre como ser personal distinto y superior” en cuanto “dotado de razón, de libertad y de responsabilidad” (Fernández Segado). Por ello, proscribe todo acto que, aún siendo expresión del ejercicio de algún otro derecho, pueda ser considerado indigno o degradante de su condición de tal.
Con todo, la particularidad del caso radica en que el trato degradante es infligido tratándose de las prácticas descritas con el consentimiento –y hasta el beneplácito– de quienes se ven afectados por ellas, que encuentran en el hecho de someterse a las mismas una fuente de sustento. ¿Puede sostenerse que en estas situaciones debe primar, sobre la exigencia general de respeto de la dignidad de la persona, la libertad de trabajo o el derecho a trabajar de los implicados?
Me parece que la respuesta no puede ser sino negativa. La dignidad de la persona se sitúa nada menos que en el núcleo axiológico de cualquier sistema de derechos fundamentales, en la medida en que constituye el fundamento y la fuente de todos ellos. De allí que deba ser entendida como un valor absoluto o mínimun invulnerable, que ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en la que la persona se encuentre (Fernández Segado, Blancas).
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