¿Dónde están los hombres buenos?
Publicado:
30 nov 2017 15:52 GMT |
Yo fui violada a los catorce
años. No es algo que haya querido recordar. Es una memoria desagradable y
molestosa. Él tenía 21 años.
Era un conocido. Un amigo,
pensaba yo. Pero, ¿qué hombre de 21 años es amigo de una niña de 14? Nunca
conté a nadie sobre lo que sucedió en esos años, ni a mis padres ni a mis otros
amigos. No sabía cómo interpretarlo ni explicarlo. No fue nada como de película
o de un episodio de la Ley y el Orden. No utilizó armas más allá de su fuerza y
cuerpo, y no fue violento en el sentido tradicional. No di mi consentimiento,
pero tampoco resistí. Yo era gorda y muy insegura de mi cuerpo, y no había
tenido otras experiencias con hombres. Pensaba tal vez que era así, tenía que
ser así, como él quería y cuando él quería.
Luego no lo vi más. Me enteré
años después de que se había muerto de una sobredosis de heroína. No sentí
tristeza, sino que sentí rabia por no haberlo podido denunciar a tiempo. El 99
% de los violadores y abusadores sexuales nunca pagan por sus crímenes.
Solamente en Estados Unidos, cada 98 segundos, alguien es víctima de la
violencia sexual.
Yo personalmente no conozco ni
una sola mujer que no haya sido víctima de la violencia sexual. Mi madre fue
abusada por su padrastro. Una de mis mejores amigas fue violada tres veces
cuando era adolescente; la primera vez a los 14, como yo.
Diariamente muchas mujeres son
víctimas del acoso sexual en sus lugares de trabajo. Sufrimos de la
discriminación por género. Ganamos menos del 70 % de lo que ganan los hombres,
a pesar de nuestras niveles de experiencia, educación y capacitación. En las
calles somos perseguidas, gritadas, acosadas y asaltadas. Recuerdo una vez
cuando vivía en Mérida, Venezuela, hace como veintipico años, e iba caminando a
mi casa de noche. Un hombre joven venía hacia mí con su mano estrechada, como
para golpearme. Intenté correr pero me agarró y metió su mano entre mis
piernas. Yo le pegué y grité, y él siguió caminando.
Solo me quería agarrar por la
fuerza, y mostrarme que no era soberana.
No había cómo denunciarlo. Yo
andaba sola, y de igual manera no hubiera pasado nada. Ni vi su cara, no sabía
su nombre. Y así pasa con millones de mujeres todos los días en el mundo.
Desconocidos nos agarran en la calle para adueñarse de nuestros cuerpos, aunque
sea por unos segundos en la oscuridad de la noche. En la calle los hombres
creen que las mujeres somos suyas. Y muchas veces en los hogares también.
Ni siquiera este trato termina
cuando somos poderosas profesionales.
Hace poco, en una reunión con
un colega, con quien me llevaba bien profesionalmente pero nada más, metió su
mano por mi vestido y agarró uno de mis senos. Así de atrevido y abusador. Yo
estaba hablando por teléfono y no podía gritarle, solo pude quitar su mano de
mi cuerpo y darle una mirada de muerte. Luego se disculpó, diciendo que no
podía resistirse. Como si eso fuera una excusa aceptable.
Yo sé que las experiencias de
muchas mujeres son mil veces peores que las mías. Y la gran mayoría nunca
denuncia a sus abusadores. Esas mujeres nunca cuentan a nadie lo que les ha sucedido.
Guardan silencio, porque se sienten avergonzadas. Y sienten que nadie las va a
creer. Y si las creen, igual no pasará nada.
Hace poco las Naciones Unidas
publicó un informe devastador. La región
de mayor violencia sexual en el mundo es América Latina y el Caribe.
El feminicidio –el asesinato
de las mujeres por su género– está en un nivel alarmante. La región tiene las
cifras más altas de violación contra las mujeres y las niñas. No existen
suficientes leyes con contundencia en los países latinoamericanos y caribeños
para garantizar justicia para las mujeres víctimas de la violencia sexual, y no
hay suficiente reconocimiento a nivel cultural de este problema.
Esto tiene que cambiar
No todos los hombres son
abusadores o depredadores. Lo sé. He conocido unos cuantos buenos, hombres de
puro corazón y gentileza. Hombres que tratan bien a las mujeres, hombres que
son verdaderos amigos y compañeros, caballeros sin ganas de dominar, violar o
acosarnos. Pero no son suficientes. Son la minoría. Como madre soltera de un
niño, mi tarea principal es criar un hombre bueno. Un hombre que respete a los
demás, que trate bien a todos, sin discriminar. En mi caso, el problema no es
lo que enseño a mi hijo en casa, es lo que aprende en el mundo.
El problema del acoso sexual y
la discriminación contra las mujeres es amplio y profundo. Ahora, en Estados
Unidos el tema está de moda. Y menos mal que es así, por fin. Casi todos los días están saliendo nuevas
acusaciones y evidencias contra hombres de poder –celebridades, periodistas,
políticos, figuras públicas, Donald Trump– que han abusado de las mujeres
durante años, y con plena impunidad y protección de sus empleos y sus
patrocinadores. Mientras, las mujeres han sido silenciadas, despedidas,
aisladas y disminuidas. Por fin las denuncias se escuchan. Por fin nos están
comenzando a creer. ¿Por fin tendremos justicia?
No es suficiente despedir a un
hombre de su empleo, o hacerlo renunciar de su profesión por haber acosado a
una(s) mujer(es). No es suficiente marcarlo como un depredador sexual. La
cultura tiene que cambiar. La misoginia sistemática del modelo patriarcal tiene
que ser erradicada. La educación contra la mentalidad patriarcal comienza en
casa, pero la sociedad tiene la responsabilidad moral y ética de poner fin a esta
plaga.
La verdadera igualdad y la
justicia social no existirán hasta que yo pueda llevar pantalones y ganar igual
que un hombre. Será cuando yo pueda caminar por la calle sin miedo de ser
asaltada, violada o gritada por ser mujer.
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