El día
de su toma de posesión, Bolsonaro leyó un discurso en el balcón del
Planalto.[1] La versión original del texto, distribuida previamente a los
medios de comunicación, contenía la afirmación de que las inversiones en la
educación podrían atenuar las diferencias entre ricos y pobres en Brasil.
Nuestro país es el noveno más
desigual del mundo, y el primero en la América Latina. El año pasado, según
Oxfam, el 1% más rico de la población se apropió de más del 25% de la renta
nacional. Y la suma de las riquezas del 5% más rico era igual a la del 95%
restante de la población.
Un
80% de los brasileños (165 millones de personas) sobrevivían con entradas
inferiores a dos salarios mínimos al mes (1 996 reales).[2] Y el 0,1% de los
más ricos concentraba en sus manos el 48% de la riqueza nacional. El 10% más
rico se quedaba con el 74% de la riqueza nacional. Y el 50% de la población
(104 millones de brasileños) se dividían el 3% de la riqueza del país. Añádase
que Brasil
es el país más violento del mundo. En 2017 ocurrieron 63 880 asesinatos. La
causa principal de la violencia es la desigualdad social.
Esta
es la versión del texto entregado a Bolsonaro: “Por primera vez, Brasil
priorizará la educación primaria, que es la que realmente transforma el
presente y el futuro de nuestros hijos y nietos, al disminuir la desigualdad
social”.
Desde
lo alto del balcón, Bolsonaro puso un punto después de la palabra “hijos”.
Omitió la referencia a la reducción de la desigualdad social. Y al pronunciar
su discurso ante el Congreso tampoco tocó el tema del combate a la pobreza.
Al
preguntárseles, los asesores del presidente dijeron que había sido un lapso.
“Debe habérselo saltado, porque habría sido bueno referirse a la desigualdad”,
intentó explicar el general Augusto Heleno. “No es fácil leer un discurso así.
De repente, las letras comienzan a confundirse…”, concluyó el militar.
Lo
cierto es que Bolsonaro no traicionó su inclinación ideológica: sabe que la
desigualdad social es real, pero considera que referirse a ella es una
concesión al “marxismo cultural”. Porque hablar de desigualdad implica querer
combatirla. Y para eso es necesario buscar sus causas. Son obvias: el sistema
económico depredador que hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres
cada vez más pobres.
En la apertura de Davos este
año, Oxfam dio la noticia de que en 2018 los más ricos del mundo vieron
aumentadas sus fortunas en 12%, mientras que la renta de los más pobres
disminuyó 11%. Y la Cepal anunció que la miseria creció en la América Latina en
los últimos años: en 2017 alcanzaba a 63 millones de personas, poco más del 10%
de la población continental.
Ya
que no se pretende reducir la desigualdad social, ni siquiera mediante el
perfeccionamiento de la educación o el aumento de la oferta de empleo (tema
también omitido por el presidente), hay que intentar disimularla. Para ello
existen varios recursos ideológicos, ya que no hay milagro que haga desaparecer
las favelas, los mendigos, los habitantes de la calle, los cuerpos tumbados en
las aceras, en fin, los 100 millones de brasileños que sobreviven con menos de
dos salarios mínimos mensuales.
El
recurso más empleado para naturalizar la pobreza es el religioso. Las cosas son
así porque Dios lo quiere. Pero quien vive conforme a los preceptos de la fe
alcanza la prosperidad. Basta con trabajar duro, dejar de fumar y beber,
limitar el número de hijos y, si es necesario, practicarse un aborto, como
defiende Edir Macedo.
Lo
importante de esa inclinación ideológica es aceptar que la riqueza es una
bendición divina y que no se debe pretender reducirla mediante políticas que
propicien la distribución de la renta. Y la pobreza es una señal de maldición…
El único problema es que no se
conoce ningún pueblo que haya soportado la desigualdad por largo tiempo. Hay un
momento en que los pobres reciben la ostentación de los ricos como una ofensa.
Entonces descubren que son mayoría y que tienen en sus manos un poder que,
hasta el día de hoy, ninguna fuerza bélica ha sido capaz de superar.
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