El siglo XXI se ha iniciado con una de la las crisis más graves y profundas del sistema capitalista. Tan grave que no son pocos los que sostienen que no se trata de una de las tantas crisis cíclicas por las que ha pasado, sino que estamos en presencia del principio del fin de un modelo civilizatorio. Es evidente que se trata de una crisis multidimensional del capitalismo, que primero fue financiera, después económica y ahora social y política, y que prueba el fracaso de la globalización neoliberal y de su modelo de desarrollo.
Sin embargo, se da la paradoja que la estrategia para la salida de la crisis del capitalismo es… más capitalismo. Es así que los organismos financieros internacionales, que fracasaron estrepitosamente en prever y prevenir la crisis, reaparecen en escena con las mismas recetas, la misma racionalidad y sin la menor autocrítica.
El salvataje a los bancos con billones de dólares de las arcas públicas desnuda al sistema y le hace perder toda legitimidad política: ¿qué clase de capitalismo es este capitalismo sin riesgos, que descarga sobre la sociedad el costo de sus errores? La impresionante movilización de dinero público, que permitió socorrer a bancos y grandes empresas, mientras se exige “austeridad” a la sociedad, es la prueba cabal de los valores perversos del orden social vigente, que se mantuvo impasible frente a la miseria de más de mil millones de personas, que sufren hambre y desnutrición en el mundo.
Uno tras otro van cayendo los gobiernos que han dejado de ser útiles a las fuerzas y grupos hegemónicos que dominan la economía mundial. En su retirada prestan un último servicio: asumir sutilmente ante la gente su responsabilidad por la crisis, ocultando así a los verdaderos responsables y permitiendo la llegada al poder de tecnócratas al servicio del poder financiero, o de representantes de la derecha política, como acaba de ocurrir en España.
El neoliberalismo se pasea triunfante por Europa y, más temprano que tarde, llegará a nuestras costas con sus conocidas recetas: recorte del gasto social, reducción o eliminación de derechos laborales y provisionales, menos Estado y más privatizaciones, mano de obra dócil y barata, etc., etc. Latinoamérica debe estar preparada para enfrentar a una nueva ofensiva contra los intereses populares en general, y contra los derechos de los trabajadores en particular.
En la década del ’90 la crisis económica y las recetas del FMI y del Banco Mundial fueron la vía para despojar a los trabajadores de sus derechos, aumentando la distribución regresiva de los ingresos, la desigualdad social, la pobreza y la marginación. Se impuso la precarizacion de las relaciones laborales, el abaratamiento de los despidos y, en general, el abatimiento del nivel de tutela que los trabajadores habían alcanzado.
Es sabido que esas políticas fracasaron estrepitosamente, por lo que resulta paradojal que ahora se pretenda avanzar por el mismo camino. La única explicación es que, aunque el modelo económico y social vigente está agotado, son muchos los que piensan que no existe un modelo alternativo, apoyado en principios y valores totalmente diferentes, que permita elaborar una agenda realista y creíble de iniciativas y políticas.
El colapso del paradigma neoliberal de relaciones económicas y sociales a nivel planetario, desnuda que el nuevo que debería reemplazarlo aún se encuentra en gestión. Impregna el ambiente social, está latente, pero aún no tiene forma ni nombre. Por eso son tiempos de confusión y perplejidad, hábilmente aprovechados por los intereses vinculados al viejo paradigma para ocultar un orden social que se desmorona. En su fuga hacia adelante, eliminan la intermediación de los políticos y, como hace Goldman Sachs en Europa, colocan a sus mejores cuadros técnicos en la conducción política de los países.
La historia demuestra que cuando se produce una colisión de paradigmas, los intereses asociados al viejo reaccionan para no perder las ventajas y prebendas que disfrutaban. Por eso son épocas violentas y con mucha represión. La criminalización de la protesta social es una de las características de esta coyuntura histórica, tal como lo podemos comprobar en muchos países latinoamericanos. Desde casos extremos como Colombia y Guatemala, países en los que la vida y la libertad de los activistas sociales no valen nada, a formas más sutiles en las que se los persigue con leyes injustas y jueces parciales y muchas veces corruptos. Pero la historia también nos enseña que la hora más oscura de la noche, es la que precede al amanecer.
Latinoamérica está en una situación muy diferente a la que existía durante la década del ’90, cuando nuestros presidentes competían para ver quien era el mejor discípulo de los gurúes del neoliberalismo. Uruguay, Paraguay, Brasil, Argentina, Perú, Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Cuba y Bolivia, con sus contradicciones, marchas y contramarchas y con sus diferentes realidades, hoy llevan adelante procesos políticos que pretenden desarticular las estructuras sociales de dominación y dependencia.
Este escenario político, impensado poco tiempo atrás, nos permite sostener que la crisis del sistema capitalista y la nueva ofensiva contra los derechos económicos, sociales y políticos de nuestros pueblos, deben ser enfrentadas avanzando decididamente en el proceso de integración latinoamericana. Una integración que no se limite a meras cuestiones económicas y aduaneras, sino que sea auténticamente social, política y cultural. Avanzar en la construcción de la Patria Grande con la que soñaron nuestros héroes de la Independencia. La ALAL reitera, una vez más, que no hay región en el mundo en mejores condiciones para cumplir con este imperativo histórico.
No hay destino para nuestros países, ni posibilidades de emancipación para nuestros pueblos, sin una Latinoamérica unida, fraternal y solidaria. Sólo así se podrá enfrentar el nuevo y feroz ataque que el neoliberalismo la lanzado contra los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Sólo así se podrán establecer estrategias de resistencia efectiva, a este nuevo proyecto de dominación y explotación. Y sólo así se podrá construir un poder alternativo, que permita abandonar la mera acción defensiva y encarar un autentico proyecto de liberación.
Y en ese proyecto de integración latinoamericana, una cuestión central será establecer un mismo nivel de protección laboral para todos los trabajadores y trabajadoras de la región, garantizándoles la libre circulación por el espacio comunitario, con idénticos derechos laborales y de la seguridad social. La ALAL viene trabajando desde hace cuatro años en un proyecto de Carta Sociolaboral Latinoamericana, que debe ser debatida por los trabajadores y aprobada por los gobiernos, en la que propone reemplazar el modelo de relaciones laborales del neoliberalismo, por uno totalmente diferente que coloque al trabajador y su dignidad como eje de todo el sistema.
En el universo todo avanza y evoluciona, por lo que el cambio de paradigma es inexorable. Y quienes no queremos ser simples espectadores, debemos ayudar a la historia a parir el nuevo. Y esto es lo que pretendemos hacer en la ALAL, cuando nos proponemos desarrollar un nuevo modelo de relaciones laborales, de cara al siglo XXI, el siglo de los derechos humanos.
Lo que postulamos es un modelo de relaciones laborales con principios y valores completamente diferentes a los actuales, que reemplace una visión materialista y economicista del mundo del trabajo, por otra profundamente humanista. Un sistema laboral que ponga la dignidad de la persona que trabaja en el centro del escenario. El ser humano como eje del ordenamiento jurídico, y el trabajo humano inserto en un marco de valoración que desborda el mero mercado económico. Pasar del trabajo-mercancía, sujeto a las leyes del mercado, al trabajo digno.
Porque en el contrato de trabajo la prestación prometida por el trabajador es actividad humana, y ésta es inseparable de la persona que la realiza. Lo que se hace y el que lo hace son indivisibles. En la relación laboral el trabajador se compromete física, mental, emocional y espiritualmente, razón por la cual es un absurdo predicar la dignidad de la persona humana, pero tratar como una cosa, o como un objeto del mercado de trabajo, lo que ella hace.
Un derecho fundamental que postulamos, es el derecho al trabajo. Porque en el sistema capitalista, los que no tienen capital sólo tienen tres caminos para subsistir: el trabajo asalariado, la caridad (pública o privada) o el delito. Así de simple.
Por lo tanto, es válido suponer que en el Contrato Social que pretende legitimar el actual orden social y económico, el derecho al trabajo debería ser uno de sus pilares. En caso contrario, no se entendería que un importante sector de la clase trabajadora haya abandonado su primigenia intención de combatir el sistema capitalista y reemplazarlo por otro.
Y siguiendo con esta línea de razonamientos, podemos afirmar que un derecho de semejante importancia debió ser reconocido con garantías de continuidad y seguridad. En otras palabras, de estabilidad. Porque para que el movimiento sindical acepte que la satisfacción de las necesidades del trabajador sólo se alcanza a través del trabajo asalariado, es lógico suponer que debió demandar mecanismos de seguridad para garantizar el derecho al trabajo. La incorporación de este derecho en los textos constitucionales sólo puede interpretarse como una respuesta a esa demanda.
Si a todo esto le sumamos que la estabilidad laboral es, de hecho, una condición para el ejercicio de los demás derecho laborales, ya que quien tiene una inserción precaria en la empresa tiene escasas posibilidades de defenderlos, entonces arribaremos a la conclusión que aquel Contrato Social debió garantizar a los trabajadores, no sólo derecho a un empleo, sino derecho a un empleo estable.
A partir de esta nueva visión del mundo laboral, resulta imprescindible resignificar algunos conceptos. Así, por ejemplo, la empresa no puede seguir siendo una estructura autocrática en la que uno manda y los demás obedecen. Por el contrario, las relaciones laborales deben ser democráticas y participativas. La imagen del trabajador como sujeto sumiso, pasivo y desprovisto de voluntad, está a contramano de un sistema que coloca su dignidad como centro y eje.
Los derechos que le son inherentes a su condición de persona y de ciudadano, no los abandona en la puerta de la fábrica. En el trabajo dependiente hay una implicación personal del trabajador, razón por la cual conserva todos los derechos que el ordenamiento jurídico, nacional e internacional, le reconocen a toda persona humana. Son derechos fundamentales del ser humano, que le corresponden por el sólo hecho de serlo, y que lejos de perderse o atenuarse cuando ejerce su rol de trabajador y trabajadora, se potencian por vía de los tratados internacionales y los Convenios de la OIT.
No hay relaciones laborales democráticas y participativas, sin el reconocimiento del derecho de los trabajadores a la información y a la consulta previa, respecto a todos los temas que hacen a la vida de la empresa. No hay que olvidar que en el sistema capitalista, como ya se dijo, el empleo y la remuneración se vinculan con la subsistencia del trabajador y su familia, y con su proyecto de vida. Por lo tanto, su compromiso personal con la suerte de la empresa es absoluto. De ello se deriva, como lógica contrapartida, su derecho a participar en todas las decisiones patronales que puedan afectarlo.
En el contrato laboral la persona busca, fundamentalmente, remuneración. Busca el ingreso económico que le permita atender sus necesidades y las de la familia. Por lo tanto, el derecho a percibir en tiempo y forma el salario también es un derecho vinculado con la supervivencia de la persona, que es lo mismo que decir que se relaciona con el derecho a la vida. Por ello la Carta pretende dotar a este derecho de todas las garantías posibles, estableciendo la obligación solidaria de todos los que en la cadena productiva se aprovechan o benefician con el trabajo ajeno, de abonar ese salario. Y cuando esto falle, se propone la existencia de fondos de garantía.
En el nuevo modelo de relaciones laborales, la vida, la dignidad, la integridad física y mental, la honra, el honor y la salud del trabajador son valores centrales a proteger, porque son su único patrimonio. Su tutela no puede considerarse un costo, ni quedar condicionada al éxito de la empresa, como hoy ocurre. Los sistemas de prevención de los riesgos laborales de todo tipo no pueden estar a cargo de operadores privados, que actúen con fin de lucro, ya que se plantea una contradicción de intereses entre ellos y las víctimas, que es insalvable.
Aprobada en Santiago de Chile el 30 de noviembre de 2011
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