ACCIDENTES
DE TRABAJO: EL GENOCIDIO DE LA CLASE TRABAJADORA
por
Luis Enrique Ramírez.
Cada 15 segundos muere un
trabajador en el mundo como consecuencia de un accidente laboral. Cuando yo
finalice esta conferencia, habrán muerto ciento veinte (120).
Según la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), cada año en el mundo más de
270 millones de trabajadores sufren accidentes laborales, mientras que
aproximadamente 160 millones contraen enfermedades profesionales. De ellos, más
de 2 millones pierden su vida, de manera tal que el trabajo asalariado mata a
casi 5.500 personas por día. Y, agrega el informe, los datos son parciales y
están por debajo de la realidad, ya que no hay estadísticas de los siniestros
ocurridos entre los trabajadores del sector informal de la economía.
Para tener una idea de la magnitud de esta
verdadera masacre que sufren los trabajadores, hay que tener en cuenta que las
muertes causadas por el trabajo dependiente superan holgadamente las originadas
en accidentes de tránsito, guerras, hechos de violencia y sida. Otro dato
alarmante es que del total de trabajadores muertos anualmente en siniestros
laborales, 12.000 son niños que trabajan en condiciones peligrosas.
Este tributo que pagan los trabajadores para
poder obtener los medios económicos para su subsistencia y la de sus familias
es un auténtico “impuesto de sangre” que desnuda las lacras y miserias del
sistema social y económico en el que viven.
Si proyectamos estos números a todos los años
de vigencia del sistema capitalista, podremos afirmar que estamos en presencia
de un verdadero genocidio de la clase trabajadora. Hay que recordar que se ha
tipificado esta figura como el “sometimiento intencional del grupo a
condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o
parcial” (Corte Penal Internacional, Estatuto de Roma, 17/7/98).
La inmensa mayoría de los siniestros
laborales son evitables, reconoce la propia OIT, pero, agregamos nosotros, no en un
sistema que se apoya en valores perversos, que privilegia la defensa del lucro
y la tasa de ganancia, antes que el cuidado de la salud y la vida de los
trabajadores.
Si el orden social vigente en la mayoría de
nuestros países divide a los individuos entre aquellos que tienen la
titularidad de los medios de producción, y los que sólo cuentan con su
capacidad de trabajo para subsistir, entonces sólo puede aspirar a un mínimo de
legitimación si les garantiza a estos últimos el cuidado y la preservación de
su vida y su salud.
Este “compromiso” de los sectores sociales
dominantes tuvo que ser parte del “pacto social” que llevó a un gran sector del
movimiento sindical a renunciar a su histórica pretensión de sustituir el
sistema capitalista. Pacto social que, además, debió incluir, necesariamente,
el derecho a un trabajo decente y a una remuneración justa, ya que sólo así
puede explicarse ese renunciamiento.
Pero la caída del Muro de Berlín y la
desaparición de la
Unión Soviética llevaron a una indisimulada denuncia de ese
“pacto” por parte del capitalismo, lo que permitió conocer su verdadero rostro.
El pensamiento neoliberal se pasea triunfante
por el mundo, imponiendo sus recetas económicas y laborales. La
internacionalización de la economía se transforma en globalización, que en el
mundo laboral se traduce en desregulación, flexibilización, precarización,
competitividad, polivalencia funcional, y demás palabras paridas por la matriz
ideológica del neoliberalismo, que los trabajadores conocen más por sus
consecuencias que por su significado literal.
El progreso tecnológico de la humanidad no se
refleja en una disminución de los siniestros laborales. Por el contrario, hay
un sostenido incremento al compás de las nuevas reglas de juego del
capitalismo.
Se impone un nuevo concepto de empresa,
supuestamente más apta para adaptarse a las fluctuaciones del mercado. Sólo
conserva un núcleo de trabajadores permanentes y externaliza muchas funciones y
tareas. En la periferia de ese núcleo aparecen empresas contratistas y
subcontratistas que hacen el “trabajo sucio” de la flexibilización laboral y el
abaratamiento de la mano de obra, generalmente mediante procedimientos reñidos
con la legalidad.
Los trabajadores entran y salen gracias a las
empresas o agencias de servicios eventuales y a los contratos temporales,
siguiendo el flujo y reflujo de la demanda de los bienes o servicios que
produce la empresa principal. Entre los trabajadores que tienen una inserción
precaria en la empresa la siniestralidad es elevadísima. Su capacitación
implica un costo que los empleadores no están dispuestos a asumir.
La globalización también lleva al dumping
social. Los capitales se trasladan con asombrosa facilidad a aquellos
países con menor costo laboral, fomentando entre los gobiernos una competencia
para ver quién es más eficaz en abatir los niveles de protección que los
trabajadores de ese país pudieron conseguir.
Se busca desarticular toda la estructura que
tutela sus derechos, para mejorar la competitividad empresaria. Es así
que se exportan los riesgos a poblaciones más vulnerables, de países en los que
no hay mayores exigencias en materia ambiental y laboral, y de gestión de la
seguridad y la higiene en el trabajo en particular.
La propia OIT pudo comprobar que
las empresas multinacionales son mucho más estrictas en temas de salud y seguridad
en la sede central que en las filiales ubicadas en países en desarrollo.
Es por todo esto que en el proyecto de una
Carta Sociolaboral Latinoamericana, que la ALAL ha puesto a consideración del
movimiento sindical y de los gobiernos de la región, tiene entre sus puntos
principales la obligación de los Estados de dictar una legislación interna que
consagre el derecho “a la efectiva protección de la salud y la vida del
trabajador”.
Esto significa que los Estados deben asumir
el compromiso de legislar sobre los siniestros laborales, abordando la cuestión
de la prevención desde una perspectiva global e integrada.
Tomando como ejemplo el art. 15 de la Ley de Prevención
de Riesgos Laborales (LPRL) de España, podemos sostener que el deber general de
prevención del empleador se debería traducir en:
a) evitar los riesgos;
b) evaluar los riesgos que no se puedan
evitar;
c) combatir los riesgos en su origen;
d) adaptar el trabajo a la persona, en
particular en lo que respecta a la concepción de los puestos de trabajo, así
como a la elección de los equipos y los métodos de trabajo y de producción, con
miras, en especial, a atenuar el trabajo monótono y repetitivo y a reducir los
efectos del mismo en la salud;
e) tener en cuenta la evolución de la
técnica;
f) sustituir lo peligroso por lo que entrañe
poco o ningún peligro;
g) planificar la prevención, buscando un
conjunto coherente que integre en ella la técnica, la organización del trabajo,
las condiciones de trabajo, las relaciones sociales y la influencia de los
factores ambientales en el trabajo;
h) adoptar medidas que antepongan la
protección colectiva a la individual.
i) dar las debidas instrucciones a los
trabajadores;
j) informar obligatoriamente a los
trabajadores sobre los riesgos de la tarea que deben realizar, de los
materiales o herramientas que deben utilizar y del ambiente laboral;
k) autorizar a los trabajadores a rehusarse a
prestar tareas en condiciones que impliquen un riesgo para su salud o su vida.
La legislación interna de los países que
firmen la
Carta Sociolaboral Latinoamericana debería también incriminar
penalmente los actos o las omisiones de los empleadores que supongan un
atentado contra la vida o la salud de los trabajadores.
Ya hemos dicho que la inmensa mayoría de los
siniestros laborales son evitables. Por lo tanto, llamarlos “accidentes”
constituye una inaceptable concesión del lenguaje. Siempre serán lesiones u
homicidios culposos, o con dolo eventual.
Los trabajadores deben tener el derecho y la
obligación de participar, tanto en el diseño del sistema de prevención de los
riesgos del trabajo como en su implementación en cada lugar de trabajo.
Nadie mejor que ellos conoce cuáles son los
riesgos. Esto garantizará, además, el cumplimiento de las normas y
procedimientos de prevención. La capacitación permanente es necesaria, pero
insuficiente. El trabajador debe participar activamente en todas las cuestiones
relativas a la seguridad laboral, ya que es el principal interesado.
Cuando la prevención haya fracasado y el
siniestro se haya producido igual, la legislación interna de cada país debe
establecer un sistema de reparación integral de los daños sufridos por el
trabajador. Una indemnización que no sea integral no es justa.
En forma expresa el punto 11 del proyecto de
Carta Sociolaboral Latinoamericana establece que la gestión del sistema de
prevención y reparación de los riesgos del trabajo “no podrá estar en manos de
operadores privados que actúen con fin de lucro”. La experiencia en países de
la región en los que se habilitaron aseguradoras de riesgos del trabajo como
principales agentes del sistema ha sido nefasta.
El fin de lucro es absolutamente incompatible
con la gestión de los subsistemas de la Seguridad Social
en general, y con el de riesgos del trabajo en particular. El operador privado
tiene un interés contradictorio con el de la víctima de un siniestro laboral.
Con el agravante de que el natural conflicto que se plantea entre ambos se
resuelve en el marco de una abismal diferencia en la correlación de fuerzas.
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